El secuestro del perro Flush y una de las mejores historias de amor de la literatura

No exagero cuando digo que la historia de amor de Elizabeth Barrett y Robert Browning es una de las mejores de la literatura. Si Liz y Bobbie vivieran hoy, su relación sería #goalz y serían un ship y nos lo contarían todo por stories de Instagram. Con un perrete, Flush, ladrando de fondo.

Flush, el cocker spaniel de Elizabeth, fue un personaje tan determinante en esta historia de amor (y en la vida de Elizabeth, en general) que la mismísima Virginia Woolf le escribió una biografía, contada desde la perspectiva del propio perro, documentada por las cartas tiernísimas entre los amantes escritores.

Y es que la historia de amor de Elizabeth y Robert, ambos poetas y autores de tremenda influencia en su Inglaterra victoriana, tuvo como personaje principal a este perro. O, más bien, tuvo como personaje principal el secuestro de este perro. O, más bien, los tres secuestros.

Pero empecemos por el principio.

Una Londres turbia… y perruna

En la Londres de la época de Barrett y Browning, aún no existía ninguna ley que estableciera a los animales domésticos como propiedad. Había presiones para conseguirla, pero era una ley muy difícil de definir (¿qué animales se consideran domésticos? ¿Qué tipo de daño se puede contabilizar a esta «propiedad»?) y los expertos seguían en ello. Una ley de propiedad para las mascotas, por muy mal que nos suene ahora, significaba un avance enorme para la situación de aquel entonces: si un animal era de tu propiedad, cualquiera que dañara o robase tu propiedad podía ser castigado por la ley. Si no era de tu propiedad… pues cualquiera podía hacer lo que quisiera. Como, por ejemplo, agarrar a tu cocker de raza en plena calle y salir corriendo con él. Que fue lo que les pasó a Elizabeth y a Flush nada menos que tres veces.

Para Elizabeth, Flush era muy importante. A pesar de su fama y prestigio, la poeta y traductora, que llegó a influir directamente en escritores como Edgar Alan Poe (su Cuervo toma la métrica de uno de los sonetos más famosos de Elizabeth), vivía una vida de confinamiento. El padre de Elizabeth, un hombre influyente y de carácter, disfrutaba tanto de su familia que no permitía que ninguno de sus hijos se casara. De hecho, desheredó a dos de sus hijos cuando lo hicieron. También desheredó a la propia Elizabeth cuando huyó con Browning, pero ya estamos adelantando acontecimientos.

perro Flush
Retratos de Elizabeth y Robert por Thomas Buchanan Read (Wikimedia)

Flush era importante para Elizabeth, porque le daba compañía y afecto incondicional en su vida de encierro casi permanente. Para desgracia de ambos, Flush era de una raza muy codiciada por una amalgama de personajes que por entonces se conocían como The Fancy, un surtido de personas aficionadas a la cría, exhibición y debate de determinados perros. Estos aficionados no tenían demasiados remilgos a la hora de adquirir a sus perros, y no preguntaban si estos llegaban de manos… discutibles.

Un rescate duro

La primera vez que Flush desapareció, el hermano de Elizabeth preguntó e investigó hasta que dio con un tal señor Taylor, un zapatero de una zona poco agradable de Londres, contacto reconocido para cualquiera que buscara a un perro desaparecido. El señor Taylor hizo llegar a Elizabeth el mensaje de que si quería volver a ver a su adorado perrete, el propio Taylor negociaría con la malvada mafia conocida como The Fancy, pero que seguramente solo lo soltarían a cambio de un rescate económico: cinco libras esterlinas.

Cinco libras esterlinas hoy en día apenas te servirían para una bolsa de Kit Kats, pero por la época serían el equivalente a unos 600 euros: hablamos de una cantidad nada desdeñable. Tras una discusión con su padre, quien se negaba a ceder a dicha estafa, Elizabeth pagó a escondidas las cinco libras y recuperó a su perro. No obstante, volvieron a robárselo bajo sus narices, mientras paseaba al pobre animal (Elizabeth sufría de una enfermedad crónica que la tenía enganchada al láudano: no era, precisamente, una mujer muy fuerte ni activa). Para la tercera ocasión, el malvado Mr. Taylor hablaba ya de diez libras, más de mil euros de nuestros tiempos actuales.

El perro Flush era un símbolo de libertad para Elizabeth. Gracias a sus paseos, podía salir de casa. Y gracias a su secuestro, decidió que no podía seguir viviendo en una Londres tan cruel y chabacana. Tras aventuras de todo tipo, la propia Elizabeth visitó a la esposa de Taylor (algo inaudito para una dama de su familia y época), con la única compañía de su criada, mujer fiel que la apoyó en esta pesquisa y en todas las que vendrían después, y le hizo saber que no toleraría más presión por parte de su gente. Finalmente, Taylor reapareció de entre las cloacas y redujo el rescate de forma considerable. Elizabeth pagó como pudo (por suerte disponía de algo de dinero propio, gracias a sus libros) y recuperó a Flush.

¡Hora de casarse!

Nada podía ser ya igual. Elizabeth ya llevaba tiempo carteándose con Robert Browning, su ferviente fan, y su relación, al inicio amistosa y de admiración mutua, se tornó amorosa. Browning llevaba también tiempo desesperado por ayudarla a escapar de su encierro, e intentaba convencerla de que se casara con él. Ella dudaba, porque no deseaba que su salud endeble fue una carga para el poeta, pero todo el despropósito de Flush la ayudó a tomar una decisión durísima: dejar a su familia y huir con él, un hombre con quien había tratado muy poco en persona, a Italia.

Elizabeth sabía que su padre la desheredaría si huía de la casa familiar. Tomó a su perro Flush, a su fiel criada Elizabeth Wilson y, tras una serie de tretas y más de una semana de preparación a escondidas, salió de su hogar, para no regresar jamás. Se casaron en Inglaterra, pasaron la luna de miel en París y de allí fueron a Italia.

El padre de Elizabeth no volvió a hablarle y, tal como temía, la repudió por completo. Pero ella se convirtió en Elizabeth Barret Browning, escribió sus obras más prestigiosas y vivió con su marido, su criada y su perrete hasta que este murió, a la buena edad de trece años. Con una salud muy mejorada, Elizabeth tuvo un hijo, Pen (y qué buen nombre para un hijo de escritores), tan devoto al perro como ella.

Flush vivió el resto de su vida en tierras italianas, con buen clima y buena comida y una familia que lo adoraba. Atrás quedaron los días aterradores de secuestro y maltrato.

Para el futuro solo esperaban paseos, atención, felicidad y un sol radiante, con siestas en el regazo de una de las mujeres más importantes de la literatura mundial. Si bien Elizabeth contaba en su soneto más famoso todas las maneras en las que amaba a Browning, tenía aún más claro cuánto quería a su perrete.


Créditos: Gran parte de la documentación de este artículo procede del maravilloso ensayo de Olivia Rutigliano: The Dognapping of the Century. Si leéis en inglés, os lo recomiendo muchísimo.


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